Una familia llamada Instituto Psicopedagógico
La empinada cuesta era lo que seguía. Antes de que fuera donada al Instituto Psicopedagógico de Puerto Rico, la amplia finca en Bayamón que hoy lo alberga marcaba el fin de un camino llano para comenzar la subida. Ante la cantidad de accidentes en la carretera que ocurrían frente a ella, sus dueños construyeron un altar a la Virgen de los Milagros ante el que devotos de la zona se reunían para implorar protección tanto para los caminantes como para los conductores.
La imagen continúa en el mismo lugar y, discreta, observa el trajín que desde el 1949 tiene lugar en la finca que hoy es sede del centro de base comunitaria que brinda servicios a niños, jóvenes y adultos con discapacidad intelectual leve, moderada y severa. Si de brindar protección se trata, ahora suma en su cuido a los 123 participantes del lugar, 93 de los cuales allí viven. El “Instituto” es su hogar.
“El espíritu del Instituto Psicopedagógico de Puerto Rico es de familia, de amor, de paz para esas familias y para los participantes. Para los padres es una tranquilidad saber que, si ellos faltaran, pueden tener a sus hijos en un lugar donde no les faltará nada, eso lo vivimos día a día”, describe Milagros Vargas, directora ejecutiva de la entidad.
Datos suministrados por Vargas reflejan que el 82% de la población está entre los 30 y 59 años de edad y que el 62% son varones mientras que el 38% son mujeres. La mayoría de los participantes provienen de Bayamón y San Juan, aunque hay representación de otros pueblos alrededor de la Isla como por ejemplo, Hatillo, con siete.
En la recepción, un óleo pintado por el artista Miguel Pou presenta a una visionaria, María E. Gómez de Tolossa, y a su hijo, el motivo para que esta deseara fundar un espacio en el que el niño pudiera educarse y entretenerse sin que su discapacidad fuera un factor en contra.
Con la instauración en el 1949 del Instituto Psicopedagógico de Puerto Rico, Gómez transformó las expectativas que se tenían de una persona con discapacidad intelectual en la isla. Concebida en principio como un cuido, la institución evolucionó hasta ofrecer servicios terapeúticos, educativos y recreativos. La mayoría de sus participantes residen en la sede y además cuentan con tres hogares comunitarios en las urbanizaciones vecinas, Jardines de Caparra y Villa España en Bayamón, que albergan otros 18.
Al edificio principal le sigue uno dedicado a John Kennedy. En el interior del mismo, en el salón de reuniones, una foto inmortaliza la visita en la década de los sesenta de Rose, matriarca del clan Kennedy, para entregar el donativo que viabilizó la construcción de la estructura que hoy se mantiene bastante similar a esa década. Ya es parte del costado del edificio una inmensa ceiba.
Ése ha sido el hogar de decenas de puertorriqueños y puertorriqueñas a lo largo de su vida. Un participante permanece un promedio de 26 años ligado a la institución. La confianza es ciega por parte de los padres al proyecto y de los cuidadores en las posibilidades de desarrollo y bienestar de los participantes.
“Una de las cosas que los papás nos expresan día a día es que en el Instituto los participantes tienen la oportunidad de tener lo mejor porque disponen de la parte residencial, está la parte clínica en donde tienen todos los servicios de administración de medicamentos que se dan por un profesional de enfermería disponible en distintos turnos 24 horas, siete días a la semana, y tenemos un staff clínico completo que da apoyo a ese servicio de enfermería”, enumera Vargas.
Explica la directora que, también, ofrecen servicios de sicología, nutrición, terapia ocupacional y física, así como cuentan con una dentista y un centro de enseñanza “donde tratamos de mantener esas habilidades y destrezas que tienen”. “Sabemos que muchas veces, siendo participantes con discapacidad severa y profunda, no van a adquirir más destrezas, pero lo que tratamos es que no pierdan las que alcanzan”, insiste Vargas.
Las familias de los participantes pagan por mantener sus parientes en el Instituto que dispone de un presupuesto anual de $3.6 millones. El 92% se utiliza para ofrecer servicios directos y el 8% se destina a administración y sueldos de empleados. También, el Estado se hace cargo del pago por los servicios que reciben algunos participantes.
“Nosotros tenemos casos en los que los participantes ya no tienen papá ni mamá ni ningún otro familiar, así que el Instituto es su única familia. Si el Instituto dejara de existir, ¿a quién van a tener esos participantes? Nosotros somos su familia. Tengo un chico que llegó a los cinco años y ya tiene sesenta. Esta ha sido su vida”, subraya la directora consciente de que la prioridad de la institución es existir para cumplir con esa población mayor de edad.
Los procesos educativos duran toda la vida en el Psicopedagógico, sobre todo para evitar que el participante olvide destrezas adquiridas. De ahí que la prioridad sean los servicios habilitativos para desarrollar, mantener y reforzar destrezas básicas y complejas del diario vivir.
En diez salones reciben lecciones de educación especial y adaptada, de vida independiente, cuentan con actividad física adaptada, talleres creativos, musicales y artísticos. Si ocurriese alguna situación con el participante, la familia es notificada de inmediato.
“Esa es la filosofía y la política institucional que seguimos. Por ejemplo, si el participante se cayó, se notifica a la familia y se lleva al hospital; eso se hace a través de trabajo social. Es un poquito más complejo, por ejemplo, los casos privados se supone que la familia se ocupe de llevarlos a sus citas médicas, de coordinarle cuando van al hospital pero como la familia está viejita, esa responsabilidad la asumimos nosotros. Coordinamos la cita con el especialista, los acompañamos y no va el chofer nada más, tiene que ir una asistente que hable con el médico y tiene que ir un cuidador. También, en los casos privados se supone que le provean ropa al participante pero sabemos que, por la situación difícil, no va a llegar así que nosotros nos encargamos de suplirle y ponerle artículos de primera necesidad”, explica Vargas.
Sólida la red
“Hola, hola”, saluda contento Mario, participante que acaba de culminar un juego de volibol entre alumnos en la cancha del instituto.
Tiene 60 años y arribó allí a los cinco. Le quedan dos hermanas fuera de la institución con las que se relaciona. A Mario le encanta cantar e integra el grupo Tropa feliz, lo que lo convierte en una de las caras más conocidas del centro en el exterior.
“Nosotros ganamos uno y ellos ganaron uno. Está bien, esto tiene que ser parte y parte”, opina Mario sobre el juego. Ahora en cancha juegan algunos empleados que a diario trabajan con los participantes los cuales sonríen cuando se percatan de que los papeles están invertidos.
Jackie está sentada junto a su cuidadora en la entrada de la cancha. Tan pronto la mujer distingue el potente lente de la cámara del fotógrafo lo llama. “A mí, a mí”, pide Jackie. El fotógrafo la complace, enfoca el lente en su dirección y ella se paraliza.
“Pero ríete muchacha, ¿no querías que te retrataran?”, le dicen varias cuidadoras al notar su expresión seria.
Jackie disfruta la atención. Lo piensa y sonríe. Se siente cómoda y segura, después de todo, está en casa.
“La pertenencia es bien importante para ellos y ellos sienten que pertenecen aquí”, manifiesta Ana María Arteaga, encargada del plan de sicología del Psicopedagógico.
“En segundo lugar, la pertenencia va con unas expectativas que ellos tienen -esta es su casa, se mueven entre las personas que conocen- y si las mantenemos, podemos a lo mejor lograr que gente como tú venga y no tengamos reacciones (negativas) porque están con su familia. El Instituto se constituye en su hogar, los encargados y nosotros somos su familia y en la medida que sienten que están rodeados de la gente que los apoya se sienten seguros. Eso no es igual para participantes que brincan de hogar en hogar”, asevera Arteaga.
Partir de esa seguridad, afirma la especialista en sicología, impacta “directamente” la autoestima de los participantes. “Se sienten queridos, apreciadosasí que pueden hacer sus exigencias porque se sienten como pez en el agua. Por eso pueden tolerar, ser más flexibles a las cosas que son diferentes, a la gente que viene de afuera y nunca han visto”.
Ahora en verano alteran la rutina y se celebra un campamento con actividades diferentes a las del semestre regular. “Se hacen ajustes pero es un retomar dentro del mismo ambiente así que ellos fluyen: ‘sigo instrucciones, me muevo con mi grupo'”, afirma Arteaga.
Varios factores se unen para lograr ese bienestar. Arteaga señala entre ellos que el metabolismo y la alimentación transcurran sin problemas, que quienes lo requieran lleven su medicación apropiadamente y realicen las actividades que pueden y deben realizar.
“Que se sientan escuchados y atendidos, esa es la red que los mantiene. A veces se desfasan cuando se enferman, por ejemplo, pero nosotros somos esta red que no importa el alto del salto que han dado en la caída la red siempre esta ahí”, culmina Arteaga.
*Este artículo fue publicado originalmente en OENEGÉ, de la Fundación Ángel Ramos.
Sobre Tatiana Pérez Rivera
Periodista y escritora. Colabora con la revista Oenegé de la Fundación Ángel Ramos. Formada en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, cuenta con más de veinte años de exper
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