Remolachas

Remolachas

Veintiocho años de servicio llevaba el agente Aponte en la Policía cuando se topó con el crimen más atroz que vio en su vida. Había presenciado escenas difíciles, pero la del recién nacido reventó los límites. Ese martes supo que bastaba, que el país no tenía remedio, que debía retirarse para preservar algo de salud mental.

Urbanización Terralinda, calle Segovia, número 238. Gritos, informaron por la radio sin más detalles. Aponte y su compañero Newman estaban cerca y respondieron rápido. No recordaban haber atendido algo en dicha urbanización siquiera una vez.

Una señora en la marquesina agarrándose la cabeza con las manos. Decía algo, aunque incomprensible por la distancia. De cerca fue distinto: se lo comió, se lo comió... repetía más para sí misma que para los agentes. Vecinos observaban desde sus casas.

¿Está bien?, preguntó Aponte y, de paso, la examinó con la mirada. 

Vayan al cuarto antes que lo mate, contestó desesperada. 

Newman tiró una clave por radio y el otro entró a la casa, no sin antes ordenarle a la mujer quedarse afuera. 

Sala, cocina y un pasillo alumbrado por una bombilla al final, con eso se topó Aponte en primera instancia. Todo estaba en orden. Caminó lento, pendiente a su alrededor. A medio pasillo, una puerta a la izquierda. Estaba abierta. Sobre las losetas blancas, manchas de sangre. Se detuvo y las observó, algunas calcaban una suela de zapato viniendo en su dirección. Aponte desenfundó su pistola y se identificó en voz alta. Nadie contestó. Avanzó por el pasillo un poco más y volvió a identificarse, esta vez asomándose cautelosamente hacia dentro de la puerta. Más sangre en el piso y silencio. Dos pasos más y descubrió a la joven sentada en el borde de la cama. En sus brazos, un recién nacido. Lucía tranquila. El agente registró la habitación con su mirada. Allí no había nadie más. La joven peinaba al bebé con los dedos, entonando una canción en tono muy bajito. Alzó la cabeza y se fijó en él. La boca ensangrentada fue lo primero que Aponte distinguió. Se acercó más y, entonces, vio las heridas. El pequeño cuerpo tenía muchas y en diversas zonas. Mordiscos. Unos más grandes que otros. Sobre la colcha y el piso, pedacitos de carne de un color tan rojo que él pensó en remolachas.

Antes que Aponte pronunciara algo, la joven se puso de pie. El oficial retrocedió un paso y con la izquierda ordenó el alto. Ella se detuvo y habló: me lo comí, ¿quieres un cantito? Levantó el cuerpo para mostrárselo. Un cuerpo inerte y desnudo, a lo sumo un mes de nacido. El agente miró al bebé. Miró la boca ensangrentada de la joven. Miró los mordiscos. Aquello no era increíble, sino horrible. Pensó en su nieto Derek, el más pequeño, pero espantó la imagen para ganar concentración. Ponlo sobre la cama, ordenó Aponte y ella lo hizo. Él siguió milimétricamente los movimientos de la muchacha, sin dejar de apuntarle con el arma. Tan pronto puso al bebe sobre la cama, miró al agente y sonrió como esperando nuevas instrucciones. Aponte la miró fijamente, no esperaba la sonrisa.

¿Estás sola? La joven dijo sí con la cabeza. 

¿Hay alguien más dentro de la casa? Un no sin palabras.

¿Por qué te ríes?, siguiente pregunta del policía desconcertado ante tal reacción. Ella subió los hombros como respuesta. La sonrisa seguía ahí. 

¿Nervios?, pensó Aponte, pero la indignación por verla sonreír le ganó. ¿Quién le hace semejante barbaridad a un bebé? Esta última pregunta sólo la hizo en su mente.  

Cuando fue a acercársele, ella habló nuevamente. ¿Quieres un pedacito? Aprovecha, cógelo. Aponte sintió el buche en su estómago y pensó lo peor: dos tiros en el centro del pecho. Calculó posibilidades. Dos tiros para destrozarle el corazón y borrarle la maldita sonrisa. Podía hacerlo, estaban solos en el cuarto, Newman no haría preguntas, el fiscal menos ante una escena como esa. La sonrisa de la joven, el bebé mordisqueado, los pedazos de carne en el piso, la sangre, el dedo sobre el gatillo. Fácil. Dos simples detonaciones. La cara del nieto en su mente. La mano sudorosa en el arma. Dos tiros nada más. Se los merecía, algo así no tiene perdón. Pero Aponte no lo hizo. Esta vez se reprimió las ganas. ¿Por qué? No lo supo, aunque luego se arrepentiría.

A veces Aponte tiene pesadillas en las que se come un bebé como si fuera un perro hambriento. Muerde y mastica con gusto. Traga y sonríe. Se levanta de la cama gritando y se lava la boca a toda prisa. Dice que para sacar el sabor metálico de la sangre de entre los dientes. Su esposa lo consuela, jamás lo deja solo en esos trances traumáticos. Sin embargo, a él la imagen no se le va de la cabeza. Sangre, pedazos de carne, la sonrisa de esa muchacha, ¿quieres un pedacito? Consume diariamente los medicamentos que el psiquiatra le recetó. No ha vuelto a comer remolachas. Ni siquiera puede verlas en el supermercado. En su cabeza también permanecen los dos tiros que no hizo ese martes. Hay cosas que se hacen y ya, siempre lo ha sabido. Y eso se repite perpetuamente a modo de reproche. Dos tiros y ya.


Sobre Josué Montijo
Josué Montijo

Josué Montijo (1975, Ponce) es escritor e historiador. Después vino la zozobra (Ediciones Laberinto, 2024) es su libro más reciente.


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