Mare nostrum: La fracturada nación antillana

Mare nostrum:  La fracturada nación antillana

Nota de los editores: presentamos con este número la columna Mare Nostrum, con la premisa de que Borinquen debe ser vista antes que nada como antillana, como elemento  de la geografía y la historia compartida del archipiélago. Que el azar plantó la región en el paso de intereses rivales poderosos que la dasarticularon y convirtieron en el salmorejo que tenemos ahora: partes heermanas con distinto atuendo. Invitamos comentarios.

 

 “Las Antillas para los antillanos.” Ramon E Betances

“Cisne azul la raza hispana puso un huevo, ciega y sorda

En el nido de la gorda pata norteamericana.” Luis Lloréns Torres 

“…y tu abuela, ¿aónde tá? “ Fortunato Vizcarrondo

 

Años atrás  me tocó dirigír un proyecto con auspicio  internacional para La integración No-gubernamental del Caribe.  Tuvimos buen éxito organizando intercambios entre islas, particularmente con Cuba, siempre con gran interés de las partes. Pero cuando—¡iluso yo!—empecé a hablar de las Antillas como teniendo los requisitos básicos de ser nación, hija de Africa occidental, comencé a encontrar peros y hasta oposición.  La siguiente conversación con la entonces Primera Ministro de Dominica, es ilustrativa.

Empecé con mi perorata usual.  De cómo las naciones se fraguan de elementos que comparten circunstancias similares, que viven una historia común y que enfrentan y se sobreponen a traumas compartidos. Que en nuestras islas, a pesar de sus diferencias, nos parecemos en lo geográfico, lo escénico y lo étnico.  Que compartimos además una violenta historia de estar en lados opuestos de pugilatos que no eran nuestros, entre los filos de corte de imperios rivales déntro de cada uno los cuales contábamos muy poco.  Así de ser taínos, ciboneyes y caribes pasamos a ser españoles, ingleses, franceses, holandeses y daneses aunque sin comprendernos unos a otros ni en el fondo saber por qué peleábamos.  Más aún, que compartimos después la herencia terrible de la plantación azucarera, la que por donde quiera que se instaló creó sociedades e instituciones que explotaban la separación de clases y razas, negándoles así posibilidades para un desarrollo integrado y sostenible. Y que atada a la plantación compartimos la lacra histórica de la esclavitud africana, cuyos ecos y rezagos todavía no terminamos de desenmarañar.

De Africa , además de la genética compartimos una visión fundamental del mundo y unas formas culturales que en el fondo siguen siendo africanas.  Sin embargo seguimos defendiendo a los que nos fragmentaron.  Hablamos sus distintas lenguas imperiales pero todas con el mismo acento africano.  Copiamos sus instituciones, hábitos y costumbres pero los interpretamos con un tinte y un sabor africano. Que vistas así las Antillas componemos una nación latente de diáspora africana con madre común en África occidental.

La Primer Ministro me escuchó cortés y paciente. Al final me sonrió y con calidez me dijo: “Todo eso está muy bien, joven. Pero yo no quiero tratar con nadie que me hable en español”.

El problema es común a toda la región.  Se origina en una característica muy particular de todas las sociedades isleñas: que aprisionadas por el mar miran hacia adentro y así cansadas de verse las caras son muy propensas a fuertes desacuerdos internos, lo que las hace estructuralmente frágiles y fácil presa de interventores externos.

Neuróticos por sentirnos a la vez inspirados y encerrados por el mar, los isleños somos gente pendenciera, busca-bullas y peleona. Y cuando estas islas están además ubicadas en posiciones de interés estratégico se hacen particularmente atractivas  y fáciles de ser tomadas.  Ésa ha sido la historia de nuestro mundo antillano: siempre en el filo expansivo entre imperios encontrados pero nunca en el centro de las cosas. El resultado de haber sido por cinco siglos fronteras entre imperios causó que lo que pudo ser una nación archipiélago terminó siendo un picadillo de entes identificadas con etnias, lenguas y razas foráneas que no se entienden ni confían entre sí.

Y sin embargo defendemos los idiomas y costumbres de los que nos llevaron a esta mogolla existencial.  Mientras que un Estudiante en Galicia puede usar el galego como primer idioma pero  aprender sin complejos el castellano, francés, inglés y sabe Dios qué más, en Borinquen nos aferramos al idioma del primer imperio para protegernos de la influencia del segundo, que a veces hasta rehusamos aprender.   Así mismo, en varios años trabajando con el Caribe oriental anglófono no encontré una sola persona que me pudiera hablar en español.  Habiendo así perdido hace siglos nuestro  idioma común taíno, desarrollamos lenguas derivadas de las imperiales como el kueyol haitiano,  el papiamento de las antillas holandesas y el creole jamaiquino, amén de los innumerables dejos, criollismos y corrupciones del idioma formal que nos permiten identificarnos unos a otros con nomás abrir la boca.  Quizás deberíamos adoptar uno de esos como lingua franca o recurrir a algo como el yoruba nigeriano, que en algunos barrios de Cuba todavía se habla. Mejor, hablemos coloquialmente entre nosotros cada uno en su patois preferido, pero para comunicarnos fuera de nuestros círculos inmediatos dominemos sin compejos las formalidades del español, el inglés o el francés.

Me contaba una vez una amiga que en un espectáculo folclórico parte de una conferencia en Yaounde, felicitó a uno de sus anfitriones por la cortesía de ofrecer ritmos musicales antillanos en el programa. Éste, divertido por la sugerencia le aclaró: “no amiga, esa es nuestra música de Camerún.”

Y es que, en buena parte, de ahí venimos todos.


Sobre Ramón E. Daubón
Ramón E. Daubón


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