La solución
Miriam espera a Alondra sentada en el sofá de la sala. Casi las cuatro de la tarde, copa de albariño frío en mano. Disfruta de la brisa que entra por las ventanas. Ese pedazo de sofá es uno de sus lugares favoritos en todo el apartamento.
Adele suena bajito, aunque no le presta atención. Está agotada, fueron varias las tareas realizadas en el día, aunque de buen ánimo. Desea compartir con su niña, escucharla y cenar juntas. Sobre la estufa, ya lista la comida favorita de su hija: batata majada y salmón aderezado con romero y limón.
Alondra está con su padre, que vino de Boston a pasar tiempo con ella. Llegará contenta, las estadías con él son divertidas. Días de playa, caminatas, corridas de bicicleta, cine, comida en restaurantes, visitas a museos y otras actividades que, tanto la niña como él, acuerdan previamente. Una fiestita tras otra, dice Alondra cuando hablan del tema.
La niña la pasa tan bien con su padre que hasta olvida llamarla. Es como si dejara de existir esos días. Antes, eso le incomodaba, por la sensación de abandono y soledad, pero nunca se lo dijo a la niña. Tampoco era para facturarle su malestar. Con el tiempo y la costumbre, el asunto perdió peso. Además, sus amigas influyeron para que asumiera el tiempo sin la niña como algo valioso. Sugirieron que lo usara para hacer sus cosas, descansar, salir, divertirse y disfrutarlo al máximo. Se lo merecía. Así que tomó el consejo y comenzó a apreciar esos paréntesis sin estrés, sin prisas, sin cargo de conciencia y sin agendas impuestas. Para Miriam fue una enorme y placentera conquista.
La llamada de la caseta de seguridad avisó su llegada. Miriam bajó del tercer piso y la esperó en el estacionamiento.
Alondra la abrazó fuerte. Estaba contentísima y un tanto bronceada por el sol. Además, traía un traje muy bonito color azul celeste, seguramente regalo de una de sus tías paternas. El padre saludó a Miriam desde el carro, lo usual entre ellos. Entonces, la niña pidió ayuda a su madre para bajar algo de la parte trasera del carro. Un kennel y un perro. Un perro de verdad, no de peluche.
Subieron al apartamento y, pronto, fue Alondra quien trajo el tema.
—Papi me lo regaló. Se llama Sam. ¿Te gusta, mamá?
Miriam quedó silente un momento. Luego, forzó una ligera sonrisa.
—Muy lindo — dijo.
Miriam detesta los animales. Toda la vida ha sido así y quien la conoce lo sabe.
Ve a la niña darle besos y abrazos, al perro lamiendo su cara. Ya no hay sonrisa en su rostro.
Habían dialogado el asunto muchas veces. Alondra que sí y ella que no. Innegociable. Ni perro, ni gato, ni peces. Ni siquiera un lagartijo en la casa. Pero él, tan complaciente, compró el perro sin decírselo. Una chulería de su parte y ahí está el animal en su sala de lo más contento.
Un perro que crecerá, ladrará, cagará y meará en todos lados. Un perro que habrá que cuidar, vacunar, castrar, llevar al veterinario. Un perro trepado en los muebles y en la cama y que se comerá todo lo que encuentre, que dejará pestes y pelos. Un maldito perro.
Tras la cena, pensó llamarlo y cagársele en la madre por la desconsideración, el atrevimiento. Que se llevara el perro inmediatamente. Miriam no podía creerlo. ¿En qué estaba pensando ese hombre? El malhumor fue ganándole, sin embargo, no lo llamó. Ejercicio de autocontrol porque si algo ella aprendió bien en el ejército es a no ceder ante la presión de las emociones. Nunca sale algo bueno, salvo la migraña que cuando la coge la tumba.
Ella buscará la solución. Algo que resuelva su disgusto.
Para evitar que la niña se encariñara con el perro, ejecutó un plan inmediato. Al segundo día, fue al closet y buscó una pieza de ropa de tela gruesa. Mahones. Picó un trozo, hizo una bola compacta y llamó a Sam. El perrito vino rápido buscando juego. Le metió la bola de tela hasta la garganta, se cercioró que no la escupiría y lo encerró en el baño del segundo piso.
No supo cuánto tardó en morir. Eso sí, cuando llegó la niña del colegio, el perro no estaba. Con calma, Miriam le explicó. Nació enfermo, murió y ahora está en el cielo de los perritos. Alondra se entristeció y se le aguaron los ojos, aunque, bien mirado, ni tanto. A los pocos minutos andaba muy entretenida mirando algo en Netflix.
Antes de apagar la luz del cuarto para que la niña durmiera, comentó desde la puerta:
—Llamaré a tu padre para contarle lo de Sam. ¿Vale?
—Okei, mamá, tú se lo dices, es mejor.
Y, como todas las noches, dijeron te amo y se lanzaron un beso de despedida.
Sobre Josué Montijo
Josué Montijo (1975, Ponce) es escritor e historiador. Después vino la zozobra (Ediciones Laberinto, 2024) es su libro más reciente.
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