Galeano y Puerto Rico
Ocurrió en la mañana de ayer. Galeano, murió Galeano. El uruguayo. Eduardo Galeano falleció a los 74 años de edad en un sanatorio de Montevideo donde permanecía recluido durante los últimos días luchando contra un cáncer de pulmón. Él, que insufló de aire el subsuelo de los lugares que pisó. A saber, el lado zurdo del mundo que le tocó narrar en esas piezas que, de a poco, se fueron adelgazando, deshilachando, hasta ser lisa y llanamente hueso. Pequeñas osamentas que palpitan como queriendo contar una región. Nada más. Nada menos. Ello lo aprendió del mexicano Juan Rulfo. “Rulfo me enseñó que se escribe con el lápiz, pero ante todo debe cortarse con el hacha”, dijo en una entrevista.
Primero empezó a dibujar. Con apenas catorce años, de forma precoz, publicó sus ilustraciones que firmaba bajo el seudónimo de Gius en el semanario El Sol, cuando aún era posible ese tipo de milagros en el mundo del periodismo.
Más tarde fue la vida. Cajero, mensajero, empleado de mantenimiento, en fin. Hizo de todo. Incluso –también a los catorce años– trabajó en una fábrica de insecticidas.
“Empecé trabajando en una fábrica de insecticidas, a los 14 años. Antes, mi infancia fue la libertad: todo el día en las calles, en los descampados, en los cañaverales, en bicicleta, en la playa, jugando… Me dan mucha pena hoy los niños en las ciudades: son los más presos de entre los presos. Son rehenes del miedo. Del miedo a la violación, a la intemperie, prisioneros del pánico de la vida moderna”, declaró al diario La Vanguardia.
Luego llegó el periodismo en una época turbulenta de la que fue testigo privilegiado y que le costó cárcel, exilio, persecución y la pérdida irreparable de seres queridos en un Uruguay sumido bajo las botas de una dictadura cívico-militar. Trabajó en Marcha, Época; la revista Crisis; el semanario Brecha, entre otros medios. De su paso por las redacciones atesoró un par de líneas que le dijo su amigo y compañero de labores, el escritor Juan Carlos Onetti, y que fueron una bisagra al futuro. “Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”, escribió en Sobre el arte de un escritor.
Autor de más de una treintena de libros, su trabajo fue eco del hombre sencillo que se decantó por una obra en letra minúscula, cercana y accesible al lector de a pie que vio en sus libros –censurados en más de una ocasión– la posibilidad de atisbar una ventana hacia mundos vedados que acaso siempre estuvieron en este. Aunque fue con Las venas abiertas de América Latina (1971) que adquirió notoriedad, otros textos resultaron ser más loables, entre los que destaca la trilogía Memoria del fuego (1982-1986). Sobre esa especie de biblia de la década de los 70, llegó a expresar: “No sería capaz de leer el libro de nuevo […] esa prosa de izquierda tradicional es pesadísima”. Habría que señalar que Galeano contaba con poco más de treinta años cuando escribió ese trabajo sobre la historia política y económica latinoamericana. A la luz de nuestro siglo, pues, es menester leerlo según su contexto histórico y social.
Amante de lo sencillo, de lo que se pierde a fuerza de no verse, de la sorpresa que resulta de la lenta acumulación de los días, fue también un referente moral tanto en su país como en el resto del continente. A ello se le sumó su afición empedernida al fútbol, que materializó en El fútbol a sol y sombra (1995). Según él mismo sugirió, intentó hacer con las manos lo que nunca pudo hacer con los pies. “Yo jugaba muy bien, era una maravilla, pero sólo de noche, mientras dormía: durante el día era el peor pata de palo que se ha visto en los campitos de mi país”, escribió en ese mismo libro.
Cuentero incontenible, de esos que escasean por querer ocupar los puestos más importantes de las estanterías, rehuyó a su modo de los círculos literarios, puesto que su mirada apuntaló a calentar el corazón de mujeres y hombres comunes y corrientes. Ello no fue óbice para que en dos ocasiones fuera galardonado con el Premio Casa de las Américas en Cuba, entre otros. Su mayor premio, sin embargo, fue el amor que recibió en la calle. Ahí donde se debate la vida y la muerte. Los sueños con las penurias más hondas. El café con el mate a la vera del río que tantas veces quiso y contempló.
Su relación con Puerto Rico
En Las venas abiertas de América Latina, Puerto Rico es apenas una nota al pie de página. Eduardo Galeano, sin embargo, tuvo una relación que se afianzó con el paso de los años por obra y gracia de uno de los sentimientos que más veneró: la amistad. En nuestro país estuvo en dos ocasiones. La primera tuvo lugar en 1980. Y más tarde en 1989. El uruguayo vino, en parte, por la amistad que germinó con la doctora emérita de la Universidad de Puerto Rico, Mercedes López-Baralt.
Al otro lado del teléfono, López-Baralt –con la voz claramente apagada por la muerte de Galeano– recordó que su amistad nació a puño y letra. En su clase impartía Las venas abiertas de América Latina. Y su estudiante, el poeta Reinaldo Marcos Padua, escribió un breve poema en torno al libro que más tarde ella tuvo el gesto de enviarle al escritor uruguayo por correo. Buscó direcciones, hasta que lo envió a la editorial Siglo XXI. Corría el año 1974. Galeano, emocionado, le propuso publicar en dos números de la revista Crisis, que en aquel momento dirigía en la Argentina. “De ahí nació una amistad preciosa”, recuerda ahora López-Baralt.
Son muchísimas las anécdotas que retiene de su amigo. “Se ha muerto nuestro último utópico”, agrega. Y regresa al día que se conocieron físicamente: “La primera vez fue en el 80 escribiendo el primer volumen de Memoria del fuego. Él me pedía consejos para los cronistas peruanos”, rememora.
Las dos ocasiones que estuvo en Puerto Rico, fue Mercedes quien tuvo la suerte, según reconoce, de mostrarle el País, así como la Universidad que tanto atesora. “Cuando él llega por primera vez a la Universidad, y empieza a pasear por el campus, no me olvido que él se enamoró del verdor de este País. Y decía: ‘pero Merce, si todo esto es de un verde cantor’”.
López-Baralt recuerda, no para de recordar. Se le agolpan los cuentos, como si quisieran salir juntos al mismo tiempo, por la misma puerta. Vuelve, por ejemplo, a ese gesto que tuvo Galeano para con ella de contactar al músico Alfredo Zitarrosa para que le escribiera desde Montevideo. “Pensé que era una broma”, ríe. Más tarde ella tuvo la idea de traerlo a la Universidad, pero el cantor murió apenas dos semanas antes de venir a Puerto Rico. Galeano, una tarde, le dijo a su amiga: “Zitarrosa tuvo el mérito de trocar su dolor en luces alumbradoras para los demás’’.
Mercedes anuncia con su voz que tiene entre manos un libro, Vagamundo y otros relatos (1973), y abre la dedicatoria: “Para Merce, como si nos quisiéramos de chiquitos’’, lee. “Mi querido Eduardo, Dios mío. Qué te parece eso. Como si nos quisiéramos de chiquitos”, repite para sí.
Eduardo Galeano y la huelga estudiantil
También en la huelga de la Universidad de Puerto Rico de 2010, el escritor montevideano se refirió a la importancia de prestar atención al reclamo de los estudiantes hace un lustro.
“Los pueblos que no escuchan los reclamos de sus estudiantes corren el peligro de quedarse sin futuro. La ciudadanía estudiantil es la que custodia el fuego sagrado de la esperanza de los pueblos, y la guardan con su arrojo, con su temeridad, con su inviolable capacidad de soñar. Hay que escuchar a los estudiantes, aguzar el oído, mirarlos a los ojos y leer lo que nos dicen con sus actos, pero sobre todo con el deseo encendido de su mirada”, escribió aquella vez el uruguayo.
“Eso fue muy generoso”, dice López-Baralt, toda vez que espera que se le recuerde como el utópico que fue. “Él cultivó toda su vida la esperanza. La utopía no es otra cosa que la esperanza”, remata. La segunda vez que vino al País, en 1989, Galeano presentó El libro de los abrazos y algo del calor de aquella ocasión ocupa la voz de López-Baralt, que vuelve a los paseos que daban en Puerto Rico y al asombro de Galeano, que arengaba por la poca agricultura que veía en las planicies al otro lado de la ventana de un carro en movimiento.
Ahora la voz de Mercedes se hace más cálida. Tose y se disculpa. Respira. “Está muy presente. Y lo quiero mucho. Cuando la gente se te va, no se acaba el cariño. El cariño sigue. Para siempre”.
•Publicado originalmente en Diálogo.
Sobre Christian Ibarra
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