El Karma
Por Josué Montijo
Todo empezó reventando coquíes. Así Nelson y yo matábamos el aburrimiento. Vivíamos en un barrio metido en el campo y, después de la escuela, no había mucho que hacer por todo aquello. Peor era en veranos y navidades. Había que inventárselas con cualquier cosa. Sin internet ni juegos ni teléfonos celulares. Sólo calle, monte y mucha imaginación.
Nuestras casas estaban cerca del río. De ahí sacábamos los coquíes. Los metíamos dentro de un pote de Tang con tapa hasta tener unos cuantos. Luego nos íbamos lejos para que nadie nos molestara. De uno en uno le amarrábamos un petardo con hilo de coser, prendíamos la mecha y volaban en cantitos. Era nuestro vacilón.
En tiempos de lluvia aparecían unos sapos bien grandes. Para ellos teníamos una lata de galletas. Usábamos hasta cinco petardos a la vez con cada uno. A veces funcionaba y otras no, dependiendo del tamaño. Hasta que a Nelson se le ocurrió usar un cherry bomb. Explotaban como en las películas.
Al tiempo el vacilón se convirtió en algo distinto. Ya no era tanto una loquera de explotar sapos y coquíes sino algo más pensado. Como una actividad científica para experimentar y aprender. Un poco practicando lo que nos enseñaba la maestra de ciencia en la escuela, pero a nuestra manera. Ahí nos interesamos por otros animales. Aves de distintos tamaños y unas iguanas pequeñas y grises que se veían mucho por allí. Evaluábamos el peso del animal y le poníamos la cantidad de explosivos que nos parecía correcta. Tras la explosión buscábamos los restos del cuerpo para ver en qué condiciones quedaban y anotábamos todo en una libreta para llevar un registro bastante fiel.
Jamás le comentamos a la maestra nuestros experimentos. Realmente nunca le dijimos a nadie. Ni siquiera a nuestros padres. No queríamos espantarlos.
Después vinieron los perros y gatos. Sólo los realengos porque no queríamos joder con mascotas de nadie. Y la decisión fue un gran paso. Al ser animales más grandes tuvimos que pensar el asunto de otra manera. Los petardos y los cherry bomb no funcionaban. Apenas causaban quemaduras y desmembramientos. Ni hablar de los chillidos. Totalmente innecesarios. Para colmo había que deshacerse del animal de otra manera y eso no era.
Con los cartuchos de un cuarto de dinamita fue distinto. Bien distinto. Con tape color gris pegábamos hasta tres. La explosión era cabrona y los resultados igual.
A esas alturas sabíamos a ciencia cierta que la cantidad de explosivo necesaria dependía del tamaño y el peso del animal. Ahí estaba la ciencia del asunto, y eso era lo que más nos vacilaba. Cada detalle y los progresos con las explosiones nos servían de referencia. Incluso para jugar con variaciones. Un perro grande con un gato mediano. Dos perros. Tres gatos. Y así sucesivamente. Hubo bastantes posibilidades. Un día hasta se nos ocurrió robarnos un caballo o una vaca. Se convirtió en nuestra obsesión. El trofeo mayor. Le dimos vuelta al asunto un par de días. Teníamos visto las opciones. Pero no lo hicimos. Hubiera sido interesante pero el riesgo era demasiado y se iba a convertir en problema.
Pero el hecho importante es que de tanto experimentar nos volvimos expertos manejando explosivos y manipulando perfectamente la relación entre potencia y masa a estallar. Quién lo hubiera pensado. Los dos chamaquitos del barrio. Los del campo. La maestra hasta nos daba por brutos, y nosotros en la nuestra.
Algunos años después, graduados de escuela superior, se nos presentó una oportunidad única. Nelson y yo montamos un taller de mecánica y hojalatería en nuestro propio barrio. En el mismo lugar donde su papá tuvo el suyo cuando estaba vivo. Nos iba bien. Siempre teníamos trabajo. Vivíamos sin lujos pero chévere. Yo estaba soltero y, en aquel entonces, Nelson tenía un solo nene.
Un día yo estaba arreglándole el sunroof a la guagua de la mujer de Junito, el bichote del barrio. Él iba mucho al taller. Nos conocíamos de chamaquitos. Y ese día, mientras yo bregaba el asunto, se puso a hablar por teléfono de un problema que tenía con deudores. El hombre estaba bien encojonao. No era que quisiera meterme en lo suyo, nunca ha sido mi estilo, pero la verdad es que estaba hablando a toda boca. Fue inevitable escucharlo.
Hay que tumbarlos, dijo Junito por teléfono. Lo escuché clarito pero yo seguí en lo mío como si nada.
Nosotros teníamos nuestro negocio, tranquilo con todo el mundo, pero al escucharlo pensé que por ahí quizás había algo para buscarnos un par de pesos más. Se me prendió el bombillo y le di casco a la idea buen rato. Quería cuadrarla bien porque no soy de chapucerías. Después se la comenté a Nelson. Hablamos y estuvo de acuerdo. Podíamos venderle nuestros servicios a Junito. Lo llamé y le cayó al taller al otro día por la tarde. Dijimos lo que podíamos hacer y los costos. A él le encantó la idea. Algo nuevo. Nadie lo hacía. Sospeché que se apuntaría rápidamente pero jamás con tanto entusiasmo.
Le ofrecimos una prueba gratuita de nuestros servicios para que él y los de su combo vieran de qué se trataba y cómo lo hacíamos. Si les gustaba pues chévere, había negocio. Si no, pues muerto y malanga. Seguíamos en lo nuestro y aquí no pasó nada.
Acordamos el día y el lugar para hacerlo. Su gente se encargaría de traer a alguien para la prueba y nosotros de todo lo demás.
¿Quién era el tipo? No preguntamos. Si le debía dinero o no le debía a Junito tampoco. Asunto de ellos allá. Lo único que necesitábamos para la prueba era un cuerpo y allí estaba. Nosotros teníamos los explosivos necesarios y unas inmensas ganas de hacer negocio.
Lo bajaron de la guagua amarrado y con los ojos vendados. El chamaco venía en silencio. Sangraba por la boca. Nelson y yo hicimos el cálculo inicial. Mediana estatura. Ciento veinte libras más o menos. Lo sentaron en la silla que habíamos traído y amarraron sus pies y manos. No dijo ni esta boca es mía pero aun así le metieron un canto de tela en la boca.
Le preguntamos a Junito qué quería. Nos miró raro. No entendía la pregunta. Le explicamos que al momento podíamos ofrecerle varios servicios. Volarlo en cantos de una vez. Hacerlo sufrir. Provocarle quemaduras en distintas partes del cuerpo. Reventarle las extremidades. Explotarle solo la cabeza. El culo. Lo que se le antojara. El cliente escogía del menú. Nosotros estábamos “ready” para cualquier cosa. Demás está decir que a Junito se le iluminó la cara. No esperaba eso. La carta debajo de la manga. El truco final para que gozaran más. Se le hizo difícil escoger. Lo dijo. Lo sorprendimos con eso. Hasta que decidió volarlo en cantos de una vez solo para probar. Y así se hizo. Colocamos los explosivos, despejamos el área para que nadie se viera afectado y ya. Bastante rápido.
Junito y los que andaban con él brincaron de la emoción. Empezaron a vacilarse lo lejos que llegaron las partes del cuerpo. Eso nos gustó. Impresionar a esos hijos de la gran puta sádicos nunca es fácil.
Quedó tan satisfecho con nuestro método que Junito quiso pagarnos ahí mismo. Negocios son negocios, dijo. Pero no quisimos. Él insistió con al menos una propina. Pero le recordamos que era sólo una muestra y ahí nos amparamos.
Y así fue que Nelson y yo montamos nuestro otro negocio. Una agencia de cobros dedicada a trámites especiales. Sin cerrar el taller, por supuesto. Los carros eran el tape perfecto. Junito siguió usándonos cada rato y llamó a un par de socios suyos para que nos contrataran también. La hicimos grande. Créanme. La pegamos duro.
A nuestra agencia de cobros le pusimos El Karma. Por lo gracioso. Todo el mundo sabe que cuando llega El Karma a cobrarte ya no hay break. Te jodiste. Te toca lo que te toca. Nuestros servicios son costosos, eso sí, pero están garantizados. Siempre. Lo decimos con guille porque así es. No comemos mierda. Nuestra reputación en la calle lo es todo y no jugamos con eso. Nos llaman y le caemos. Reventamos tu problema. Y que venga el próximo.
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