Dios no puede ser tan hijo de puta
Maté a mi abuela con mis manos y un gancho de ropa la mañana del sábado 30 de enero de 1991. Fue en nuestra casa. Ella tenía 70 años y yo 17 recién cumplidos. La maté porque quise. Lo decidí sola. La maté porque estaba harta de su cantaleta religiosa, del maltrato y su desprecio. No tuve opción. Ese sábado acabé el abuso.
Se puede creer que no hubo justificación. Pero era yo quien vivía con una persona que hostigaba día y noche con la religión. Con una persona a la que mi opinión no le importaba nada e imponía la suya. Que usaba la violencia en nombre de Dios. Si no hubiera sufrido esa tortura física y emocional, quizás pensaría lo mismo.
Viví con ella y mi abuelo. No había otros familiares con quien vivir. De chiquita mi madre me dejó allí y desapareció. Se fue a Estados Unidos. Ni una llamada siquiera. En casa jamás se tocó el tema. Tuve que tragarme todas mis preguntas. ¿Mi papá? Lo mataron cuando yo tenía cuatro años. Apareció en un pastizal cerca de la casa con balazos en la cara. La única foto que tuve de él salía abrazando a sus amigos del barrio. Me la regaló mi abuela. Era su único hijo.
La gente siempre dice cosas. Por ejemplo, que todo se soluciona hablando, que así la gente se entiende. No es verdad, muchas veces traté de explicarle que su religión no me interesaba, al contrario, me aterraba. Intenté decirle que para mí bastaba con tener a Cristo en el corazón, ser buena persona, que Dios también veía eso, pero ella no escuchaba, estaba cerrada de mente. Su misión era salvarme, decía, que aceptara a Cristo, que fuera como ella y eso por ojo, boca y nariz, sin descanso. Tan fuerte era que me sentía hasta culpable. Era terrible. Pensaba que lo hacía por mi bien y yo negándome por bruta y no entender lo que me convenía de verdad. Todo eso en mi cabeza, una mezcla de sentimientos bien fuerte.
Se enfurecía y explotaba como una loca. Hablaba en lenguas y me espantaba de una forma que todavía no puedo explicar. Decía que el espíritu santo se le metía dentro y me pegaba con el palo de la escoba por la espalda, me halaba el pelo hasta arrancarme mechones enteros, me azotaba con el cepillo de peinarse, me pasaba las manos por el cuerpo como si yo tuviera un demonio dentro. Perdí la cuenta de todos los moretones que me dejó en sus arranques. ¿Dónde estaba su cristianismo cuando pasaba eso? Ni pregunté. Me pegaba durísimo y luego a orar como si nada. Yo también, si me negaba era peor.
Voluntad de Dios, así excusaba su conducta. De su Dios porque mío no era.
Me deprimí. Quise huir. Quise matarme. Lo pensé muchas veces. Matarme con pastillas o ahorcarme como el hermano menor de mi abuelo. Ese pensamiento me rondaba todo el tiempo. Me miraba en el espejo y me preguntaba: ¿qué esperas para terminar con esto?, ¡no seas pendeja! Me miraba al espejo y me repugnaba lo que veía: pelo largo hasta las nalgas, falda en los tobillos, piernas sin afeitar. Mis amigas de la escuela me decían no te preocupes, te ves bien, pero mentían, era para que no me sintiera mal. Ningún nene en la escuela me miraba como a ellas. Era la boba pentecostal, la aleluya con la Biblia debajo del sobaco, la que no enseñaba nada, la que no se pintaba ni los labios porque si mi abuela me veía me daba una pela con una correa de cuero. Tenía la autoestima destruida. Nadie merece eso. Era una nena. Dios no aprueba eso. Dios no quiere eso para nadie. Estoy segura. Dios no puede ser tan hijo de puta.
Lo recuerdo y todavía lloro. Pensé que lo superaría en algún momento, pero no, los traumas siguen ahí. Al principio aguantaba las lágrimas para no ser blandengue, me enojaba conmigo porque llorar era otorgarle un poder sobre mí aun después de muerta. Nadie sabe cuánto sufrí. Nadie se molestó en preguntarme. En la escuela no hicieron nada, fueron cómplices. Eso sí, cuando la maté rápido vinieron, bien preocupados, a decir lo que se les antojó. Ahora sólo era la asesina de una pobre e indefensa anciana de Adjuntas.
Por un tiempo mi abuelo también estuvo ahí. Él no decía nada, se dejaba llevar. Era veterano, estuvo en Corea. Metido en su mundo porque la guerra le dañó la cabeza. No hablaba de eso, tampoco mi abuela. Consumía muchas pastillas, sobre todo, cuando dejó el alcohol. Fue alcohólico largo tiempo y después pastillas para todo. Mi abuela se las daba. Lo trataba como un niño que tenía que tomarse sus medicinas sin fallar. Ella me decía que él necesitaba los medicamentos porque le hacían bien, que los doctores sabían lo que hacían. Hasta que se enfermó del hígado y duró poco.
Me dolió su muerte. Quedé huérfana otra vez. Él no era expresivo, pero sé que me tenía cariño. Yo lo quería también. Me sentaba en el balcón a peinarlo porque le gustaba. Tenía el pelo blanco y bien lacio. No hablaba, sólo se dejaba peinar. Siempre esperé que me protegiera de mi abuela, que dijera algo al menos. Jamás sucedió, tampoco lo culpo.
Mi abuela se aferró más a la religión. Me tocó estar sola con ella, la única pecadora a salvar en la casa. Ya casi terminaba la escuela superior. Mi ilusión era entrar a la universidad, estudiar enfermería y hacer cosas de una chamaca joven, liberarme, irme de allí. No era hacer las cosas a lo loco, sino disfrutar un poco mi juventud sin las restricciones que ella me imponía. Un día me escapé de la escuela, cogí varios carros públicos y busqué los papeles en la universidad. Tenerlos en mi mochila me emocionaba, pero mi abuela no quería que estudiara porque la universidad era una perdición, Dios la abominaba. Me metía terror y por más que trataba de entender su mentalidad no podía. Quería estudiar, darme esa oportunidad, progresar, salir de mi casa y del campo que era una prisión para mí. Anhelaba un futuro distinto, ser otra cosa, otra persona y, sobre todo, soñaba con alejarme del maltrato. Me lo prohibió y comenzó el chantaje: que estaba enferma, que estaba vieja, que la iba a abandonar, que no podía pagarle así después de todo lo que había hecho por mí.
Un día trajo un muchacho a la casa, hijo de una gente que iba a la iglesia. Feísimo y bruto, me desnudaba con los ojos todo el tiempo. Le cogí asco. Yo no sé si mi abuela lo notaba, pero era evidente. Lo más terrible era que se comportaban como si hubieran arreglado algo por allá y lo confirmé cuando ella empezó a decir que debía casarme con él porque era un buen muchacho, decente, de la iglesia, trabajador y tenía una finca grande. Casarme, según ella, era lo que me convenía para olvidarme de esa idea loca de ir a la universidad. Entendí todo. Yo soñando con estudiar y mi abuela empujándome un marido para que me encerrara en el campo a criar animales y parir muchachos.
Me sentí una verdadera mierda, como si nunca hubiera valido nada y ella tuviera el poder absoluto de imponerme otra persona para que controlara mi vida. Sentí odio hacia ella. Descubrí ese odio gigante que llegaba a mi límite. Debía frenar todo de una vez. Me dije, ya no aguantes más y ese pensamiento se plantó en mi cabeza. No aguantes más... y decidí matarla.
Ese sábado desayuné muy tranquila. Había pasado la noche en vela, pero estaba decidida.
Mi abuela siempre veía el culto por televisión en su mecedora, de espaldas a la mesa del comedor. Tenía el gancho de ropa cerca de mí, de metal y alargado. Al cantar un coro, cogí el gancho, me acerqué por detrás, lo até en su cuello y halé bien fuerte. Halé con mi odio gigante. Halé recordando sus golpes y las veces que me encerré en mi cuarto a llorar. Halé pensando en sus humillaciones, en sus manos sobre mi cuerpo para sacarme el demonio y cuando me obligaba a orar hincada junto a ella. Halé por el muchacho decente, trabajador y cristiano que metió en la casa y que me tocaba los senos sin yo querer, aprovechando que ella estaba ocupada. Halé tan fuerte que casi la arrastro hasta la mesa del comedor por encima de la mecedora.
La solté cuando dejó de forcejear y hacer sonidos de ahogo. Parte del gancho se le quedó incrustado en el cuello.
Apagué el televisor y me eché a llorar. Fue un llanto distinto, de liberación, un llanto de profunda paz. Cuando me calmé, fui a la cocina por una tijera y me metí al baño. Frente al espejo, y de un sólo corte, piqué todo mi pelo. Lo tenía pensado. Fue raro verme así, pero me agradó lo que vi. Por primera vez pude mirarme al espejo y agradarme. No me repugnaba mi imagen, al contrario, me sentí liviana, feliz, conforme, hermosa. Sé que la sensación fue un regalo de Dios. Un regalo de ese Dios de amor y paz que obra por caminos misteriosos. De ese Dios de amor y paz que jamás conocí con mi abuela.
Entonces, llamé a la policía y dije: mi abuela murió, vengan.
Sobre Josué Montijo
Josué Montijo (1975, Ponce) es escritor e historiador. Después vino la zozobra (Ediciones Laberinto, 2024) es su libro más reciente.
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