La costumbre de tomar conciencia de los muertos
Desvelado, a eso de las tres y media de la madrugada, leí las declaraciones del infectólogo Anthony Fauci, principal médico a cargo de la lucha del Gobierno de Estados Unidos contra el COVID-19, indicando que después que se consiga controlar la pandemia tendremos que cambiar nuestras costumbres, incluyendo dejar de estrecharnos las manos. El consejo me conmovió, especialmente si pensamos que ello implicaría también no abrazarnos, y desde luego, no besarnos las mejillas. La idea de adoptar la costumbre de saludar de lejos, sustituyendo los “buenos días, cómo estás” por el gesto de mover levemente el mentón hacia arriba como diciendo “hola, no te acerques”, me espantó de nuevo el sueño.
¡Tenemos que establecer nuevas costumbres! ¿Nuevas costumbres? ¿Cómo mis recientes desvelos de las 3:00 am? O cómo esta incontrolable manía de verificar a esas horas de la madrugada, el comportamiento de la curva de crecimiento del COVID-19, o por dónde anda el conteo mundial de contagios, recuperaciones y muertes provocadas. O la recién adquirida costumbre de examinar las gráficas interactivas de propagación de la enfermedad, país por país, en un llamativo mapamundi de fondo negro cundido de puntos rojos de diversos diámetros. O la de leer compulsivamente a todas horas las crónicas provenientes de diversos confines del planeta sobre las nefastas consecuencias de la pandemia; o las esperanzadoras historias sobre distintas recuperaciones, algunas casi milagrosas, como las de una mujer y un hombre que sobrepasaban los 100 años, reportadas desde los Países Bajos.
Así, me di cuenta de que globalmente estábamos estrenando una nueva costumbre: la de colectivamente reconocer nuestros muertos. Porque no se trata solo de contarlos como quien almacena datos estadísticos en algún frío expediente. No, los estamos contabilizando para los habitantes del mundo poder compartir en tiempo real, la información disponible sobre cada nueva vida en riesgo, sobre el número de ellas que se apagan, o sobre todas aquellas otras que, miles de mujeres y hombres sacrificados, cada día logran arrebatarle de los brazos a la muerte. Se trata de un conteo que nos ha puesto a los humanos colectivamente en vilo sobre una amenaza que indistintamente se cierne sobre toda nuestra humanidad. Un escrutinio que nos permite, desde nuestros respectivos aislamientos, penar juntos por las pérdidas de vidas en los lugares más distantes y dispares: Whuan, Lombardía, Madrid, Teherán, Abuja, Guayaquil, Nueva York.
Recopilaciones de datos que nos permiten regocijarnos a coro cuando cualquier nación informa un aumento en sus recuperaciones, o cuando somos testigos de actos solidarios como los de Cuba, nación injustamente bloqueada que hoy se honra al haber repartido médicos a través del planeta. Y todos pendientes al unísono del cronómetro de la pandemia, como si se tratara de un conteo regresivo de fin de año, esperando el momento en que podamos encender lluvias de fuegos artificiales que proclamen el comienzo de un nuevo tiempo.
Pensé entonces en cómo el Gobierno de Puerto Rico intentó ocultarnos la verdadera cifra de muertes tras el Huracán María, arguyendo que no pasaban de un par de decenas, cuando en verdad circundaron las 4,000. Recuerdo el sentimiento colectivo de dolor, indignación y ánimo de lucha que ello provocó. Ahora me percato de que esta novel pulsión de tomar conciencia global de los muertos que nos ha inculcado la pandemia, es una muy buena nueva costumbre que debemos preservar. Claro, ya no en relación al COVID-19, que esperamos se acabe pronto, sino el mantenernos continua e insistentemente pendientes del conteo global de todos, de toditos los muertos, y las muertas, que como humanidad debimos haber evitado.
Imaginémonos si, de ahora en adelante, adoptamos la costumbre de reportar las estadísticas sobre las amenazas contra la vida humana en cualquier esquina planetaria como algo que nos debe preocupar y consternar moralmente. Si lo interpretamos como una obligación colectiva de que se tomen todas las medidas pertinentes para acabar con las distintas pandemias evitables que todos los días continuarán amenazando la vida humana.
Reportar, por ejemplo, en las portadas de los principales periódicos del mundo, historias sobre las personas que mueren diariamente de desnutrición, preferiblemente con el detalle por país, para mejor comprensión de la enfermedad. Avisos de última hora recibidos en nuestros teléfonos móviles, sobre el tránsito de inmigrantes informales por regiones, con un enlace que nos lleve a una aplicación donde se muestren cuántos mueren el en camino, ya sea por golpes, ahogados o de sed. Noticias televisivas continuas sobre la cantidad de infantes que mueren de disentería u otras condiciones curables o prevenibles como la rabia, el sarampión o la malaria (ésta última con un saldo de muerte de unas 800,000 vidas anuales). O campañas educativas globales sobre cómo podemos, entre todos, aplanar para siempre la curva de los feminicidios que provoca el virus de la violencia machista.
Recibir advertencias sobre las defunciones totalmente evitables que genera la cultura imperialista de la guerra perenne, con un mapamundi computarizado que, cuando lo toquemos, podamos conocer, por mencionar un caso, la cantidad de palestinos víctimas del asedio sionista. Boletines diarios sobre las víctimas mundiales de la contaminación atmosférica, la cual, según estimados de la Organización Mundial de la Salud, cobra la vida de unos 7 millones de personas al año. La propagación constante por las redes mundiales de crónicas documentando los atentados contra la vida que constituyen los millones de personas que aún permanecen en condiciones de trabajo esclavo, o los que padecen de regímenes de trabajo infantil, o de las niñas forzadas a prostituirse, o los ancianos abandonados, entre muchas otras epidemias conocidas. Eso sería reconocer a nuestros muertos como una especie de martilleo sobre nuestras conciencias que nos impulse a todos a comprometernos en una lucha mundial contra ese estado de cosas, como un renovado imperativo ético.
Sí, porque antes del coronavirus, todas esas muertes pasaban desapercibidas. Muertes que se producían en vano, despreciadas, ignoradas, marginales. Millones de muertes anualmente descartadas o minimizadas en cuanto a su profunda significación humana al ser tratadas livianamente como simples daños colaterales de alguna guerra, o como consecuencia normal de un sistema económico mundial que nos han hecho creer que es eterno e insustituible, como si se tratara de un Dios.
De ahora en adelante espero que nazca la nueva costumbre de asumir como nuestra cada nueva muerte que pueda ser evitada en cualquier lugar del globo terráqueo; que nos incomode y nos duela hasta el punto de estremecer la conciencia solidaria de actuar.
Sobre Rubén Colón Morales
Es abogado, graduado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Puerto Rico y de maestría de la Universidad de Harvard. Fue oficial jurídico en el Tribunal Supremo en los años 90. Ha impartido
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